Thank you to F.E.A.S.T. Volunteer Natalie Manqui for translating this blog post into Spanish!
Por Emily Boring
Ojalá me hubiesen dado una meta de peso más alta al comienzo de mi proceso de recuperación.
Si me hubieses dicho hace cinco años que algún día escribiría esa oración, me hubiese reído con incredulidad.
Como la mayoría de pacientes con trastornos restrictivos de la conducta alimentaria, mi recuperación de anorexia estuvo marcada por miedo, ansiedad, y resistencia a la sola idea de aumentar de peso. Mi mantra personal -reforzado por varios doctores y nutricionistas- era, “Sube lo menos posible para restaurar las funciones físicas básicas”.
En los años desde mi recuperación (2015-2018, la mayor parte de mi tiempo en la Universidad), numerosos estudios y artículos han abordado las sutilezas de las metas de peso, de maneras iluminadoras y empoderadas. Algunos puntos de cada vez mayor consenso:
- Determina un peso mínimo, no un máximo. Un amplio rango es mejor que un número fijo.
- Enfócate en el “estado” (mental), no el peso: El bienestar mental y emocional de una persona es tan esencial como los signos físicos cuando evaluamos la recuperación.
- Las metas de peso deben ser altamente individualizadas, con conocimiento de la curva histórica de crecimiento del paciente, historia familiar, tipo de cuerpo, y definiciones de “salud” que incluyan todos los tamaños.
- Actualmente, las metas de peso que se establecen son muy bajas para una recuperación psicológica completa. Mientras más bajo se mantenga un paciente de su peso corporal ideal, mayor el riesgo de recaída.
Cada vez que leo estos artículos, me encuentro profundamente conmovida, dividida entre lágrimas de frustración, agradecimiento, y determinación.
Frustración por los años en los cuales me mantuve en el umbral mínimo de IMC, intentando llegar a la recuperación a partir de mi propia voluntad, pero sin los cimientos físicos.
Agradecimiento, ya que eventualmente, gracias a artículos, blogs, y proveedores mejor informados, vencí años de estasis y finalmente subí al peso que mi cuerpo necesitaba.
Determinación en asegurar que nadie se quede atrapado en el limbo como lo hice yo, resignado a una vida de angustia mental y un cuerpo parcialmente recuperado, cuando la ciencia y la experiencia personal repetidamente muestran que la recuperación completa puede estar sólo a unos kilos extra de distancia.
Mi objetivo no es resumir las actuales recomendaciones acerca de metas de rangos de peso, lo cual otras (Eva Musby, Jennifer Gaudiani, Julie O’Toole) han hecho de manera excelente. En vez de esto, quisiera hablar desde la experiencia interna de este tema—mostrarte cómo y por qué me he transformado desde alguien que insistía en subir al mínimo posible, a una defensora acérrima de “cuando en duda, define una meta de peso más alta”. Escribo desde la experiencia personal de cuatro cosas:
- El immense costo, físico y psicológico, de mantenerme en un peso muy bajo para mi cuerpo;
- La libertad, júbilo y sustentabilidad sin igual que siento cuando permito que mi cuerpo se adecúe a su propio rango;
- El margen angosto pero transformador—sólo un puñado de kilos, en muchos casos—que separa un estado de otro;
- Y el rol vital que los padres juegan en invitar a su ser querido a cruzar este umbral, ayudando a construir cuerpos equipados para sostener una vida de libertad en vez de una vida de miedos.
Cuando estoy recuperada —comiendo de manera consistente, moviéndome por placer, manteniendo un rango de peso adecuado para mi cuerpo—vivo en un mundo distinto del que cuando estaba enferma. Me gusta pensarlo a través de una imagen simple: un diagrama de monte-y-valle, con una esfera—yo—viajando entre ellos.
A la derecha del diagrama, está el valle de la recuperación completa. En este mundo, me siento cómoda con mi cuerpo. Miro al espejo y observo los cambios entre mi apariencia de ahora y mi apariencia al estar enferma, y recibo esta diferencia como un símbolo de vida y fortaleza. Hago caso a mis antojos. No tengo problemas en cocinar de manera independiente, viajar, salir a comer, servirme postres. Todas las señales de mi cuerpo—de hambre, descanso, o movimiento, mi estado mental y patrones de pensamiento— están en sintonía con la meta de mantener este equilibrio saludable. El valle de recuperación es una visión de mundo vívida y constante, auto-sustentable y holística.
Al lado izquierdo de este diagrama—el valle del trastorno alimentario— las reglas son completamente distintas. . En este estado de déficit energético (a corto o largo plazo, con baja dramática de peso o no), experimento una desconfianza básica de mi cuerpo, una rigidez que me hace percibir cualquier cambio en peso, dieta o rutina con un miedo paralizante. No puedo confiar en las señales de mi cuerpo, porque mis sensaciones de hambre y saciedad están distorsionadas por la desnutrición, y paradójicamente me empujan a restringir aún más. Soy incapaz de reconocer el peligro de lo que estoy haciendo; la restricción se siente cómodo, calmante, habitual. Esta no es una elección o una debilidad. Es un hecho biológico, un resultado de cambios fisiológicos y metabólicos (basados en genética) que suceden en un cerebro y cuerpo cuando se ingiere menos energía de la que se necesita.
Pero aquí está la parte compleja y crucial de recordar. Una persona en un estado de déficit energética experimenta su enfermedad como la forma real, verdadera, y lógicamente consistente de las cosas. Desde el valle del trastorno alimentario, las distorsiones biológicas y mentales se sienten tan “naturales” y convincentes para mí como los instintos saludables de mi mundo de recuperación. Y desde el punto de vista de la enfermedad, apenas puedo recordar -mucho menos poner en práctica- los valores de mi mundo de recuperación. Es imposible estar sentada en el valle de la anorexia, habitando un cuerpo con bajo peso, y realmente concebir o desear el valle de salud del otro lado.
¿Qué tiene que ver todo esto con metas de peso? Casi todo. He encontrado que la variable más importante—la salvaguardia que separa el valle de la recuperación del valle de la enfermedad— is mantener el rango de peso que es apropiado para mí.
No me di cuenta de esto la primera vez que pasé por una recuperación. El proceso de llegar a la zona de peso ideal de mi cuerpo—apoyada por una nutricionista experta—fue lento y minucioso. No podía apreciar realmente la mejoría mental y biológica que estaba sucediendo. En vez de esto, aprendí el valor de mantenerme en esta zona de peso más alta después, cuando tuve la experiencia de una recaída parcial.
Algunos meses atrás, una tormenta perfecta de factores—la presión de la universidad, una mudanza al otro extremo del país, ansiedad por el covid-19—hizo que volviera a patrones que pensé que había dejado completamente atrás. Un refrigerio sin comer por aquí, una milla extra de trote por allá—nada drástico, nada intencional, sólo lo suficiente para caer sutilmente bajo mis necesidades energéticas. Antes de darme cuenta, medio kilo se convirtió en unos cuantos, y lentamente caí del rango en el cual a mi cuerpo le gusta estar.
Por suerte, lo atrapé rápidamente. El haber pasado años en recuperación completa me permitió reconocer algo a lo cual, en etapas más tempranas de sanación, no podía acceder: la marcada diferencia de calidad de vida entre enfermedad y salud. Me volví híper sintonizada a las maneras graduales en que mi cuerpo y mente se alteran al bajar mi peso. Unos kilos menos, y repentinamente se sentía más cómodo tener hambre que estar satisfecha. Una comida que parecía normal hace un par de semanas parecía enorme y amenazante. No podía enfocarme; mi cerebro daba vueltas contando calorías y pensando en ejercicio. Cuando estoy en equilibrio energético, despierto todos los días entusiasmada por el desayuno. Durante mi recaída ni siquiera estaba interesada en la comida. Cuando comía, me llenaba rápidamente, y la sensación llevaba a mi mente a caer en una espiral de culpa que parecía imposible de ignorar.
En pocas palabras, dentro de pocas semanas de pérdida de peso involuntaria, mi cuerpo y mente cayeron de vuelta al valle del trastorno alimentario. El cambio fue todo-o-nada. En este estado alterno, las reglas de la anorexia dominaban, eliminando el espacio para los valores—logrados con tanto esfuerzo—de mi mundo de recuperación. ¿Y el factor central detrás de este cambio de perspectiva? Uno o dos puntos de IMC en la dirección incorrecta. Apenas un par de kilos cruciales.
No soy la única que ha tenido esta experiencia. Muchos cuidadores, al describir el descenso de su ser querido en la enfermedad, opinan con asombro, “era como si un interruptor se hubiese apagado o prendido”. Los padres describen a sus hijos como flexibles y llenos de vida un día, e irreconocibles, rígidos e introvertidos dentro de pocas semanas de comer menos. La reciente ciencia genética apoya la noción de un “punto metabólico de desplome”—un umbral crítico de ingesta energética y peso corporal—bajo el cual, para personas con ciertos genes, el impulso biológico de restricción se vuelve casi imposible de evitar. Mi experiencia de recaída, luego de una recuperación fuerte y de larga duración, me mostró lo dramático y fuera-de-control que se puede sentir este punto de desplome.
Esta experiencia moldeó profundamente mi filosofía acerca de metas de peso. Alteró los consejos que doy a padres y adolescentes a los que guío, y las prácticas que llevo a cabo para mantener mi propia recuperación.
Primero, me doy cuenta de lo imposible que es recuperarse completamente en un peso que es demasiado bajo para un cuerpo determinado—y lo común que es que los profesionales inadvertidamente propongan metas de peso que condenen a un paciente a conformarse con menos que la salud total. No me gusta utilizar números (el cuerpo en recuperación de cada persona es diferente), pero lo haré de manera vaga aquí, para enfatizar un punto.
Cuando por primera vez busqué tratamiento en la universidad, los doctores y nutricionistas me dieron una meta de un IMC de X—un número fijo, justo al borde más bajo de la “salud”. Cuando alcancé esa meta, la vida se sintió algo mejor; mis signos vitales mejoraron, mis síntomas se atenuaron, comí un poco más. Pero ahora que conozco mi verdadero umbral metabólico—ahora que he sentido, a través de mi experiencia de recaída, el peso preciso en el cual mi trastorno alimentario se funde con mi mundo de recuperación—logro ver lo poco adecuada que esa primera meta de peso realmente era. Para mi cuerpo (como la mayor parte de cuerpos), un IMC de X cae justo en el lado incorrecto del diagrama de monte-y-valle. Mientras me quedara ahí, me encontraría en una batalla cuesta-arriba contra mi propia biología, incapaz de ver o desear verdadera salud. Un aumento de peso sostenido—a X+2 puntos de IMC, mínimo—era el ingrediente que faltaba para que la recuperación completa estuviera dentro del ámbito de lo posible.
Segundo, veo la importancia de tratar las metas de peso como un experimento repetitivo, preguntándose constantemente si la recuperación completa se ha alcanzado. La meta baja que un doctor me dio inicialmente se me quedó grabado. Se convirtió en un techo estático, un máximo absoluto, un número que utilicé para aceptar cómo eran las cosas. “La báscula dice que estoy técnicamente saludable—claramente, no necesito comer más”, razoné. La ilusión de que había “alcanzado” la recuperación, entonces, me detuvo de buscar la ayuda (profesionales formados en trastornos alimentarios) y realizar los cambios (flexibilidad con grupos de alimentos, menos ejercicio, comer de manera intuitiva) que necesitaba para experimentar los beneficios de la recuperación con placer y orgullo. Cuánto más fácil hubiese sido si mi meta de peso hubiera sido flexible desde el comienzo, lo suficientemente amplia para acomodar un rango diverso de cambios y cuerpos que constituyen “salud”!
Por último, creo que un “colchón de peso” adecuado es un ingrediente indispensable para la recuperación sostenida. Mi recaída me enseñó que para mi propio cuerpo, la diferencia entre salud y enfermedad puede ser un margen bastante estrecho, sólo un par de kilos. ¿La solución más simple? No vivir tan cerca del límite. Elegir un peso que da espacio para errores, para que incluso durante pequeños problemas—viajes, estrés, un virus—me mantenga en la zona de recuperación.
En algún momento, hubiese visto este colchón como poco deseable e innecesario. (“¿Para qué ir más allá del mínimo? ¡Nadie te está obligando!”, le gustaba a la anorexia declarar). Ahora, tengo evidencia para responder. He sido testigo de lo desalentador que se siente volver al valle de la enfermedad, lo maravilloso que se siente la recuperación en contraste, y lo difícil que es pelear de vuelta desde la recaída a la salud. Un par de kilos en la dirección correcta—imperceptible para un extraño, pero vital para mi cuerpo—es un pequeño precio a pagar.
No a todos les gusta escuchar esto. Al sugerir una meta de peso más alta, he escuchado a padres protestar, “¡Mi hijo ya está lo suficientemente ansioso! Si no puede aceptar su cuerpo en su actual peso, ¿cómo se sentirá si debe subir más?” Escucho el cansancio y desaliento (tan natural—¡la recuperación es una maratón!), y el deseo bien intencionado de evitar más sufrimiento.
A estas preocupaciones, digo: recuerda el diagrama de monte-y-valle. ¡Por supuesto que tu hijo teme subir de peso! Aún está en el valle de la anorexia, sujeto a síntomas mentales y físicos que sólo la rehabilitación nutricional puede aliviar. La resistencia de una persona para alcanzar un peso más alto es evidencia clara de que eso es exactamente lo que se debe hacer. Puedo decir con total certeza que cuando (y sólo cuando) alguien alcanza su propio valle de recuperación, la ansiedad se acalla, se desvanece, y prácticamente desaparece. El aumento de peso desencadena un estado mental que es literalmente inimaginable hasta que llegas allí. No lo podría haber predicho (ni mis padres o nutricionista, en esos meses de ira, resentimiento, ansiedad y desconfianza), pero es verdad. Hoy, no tengo nada más que agradecimiento hacia aquellos que me empujaron a tomar este camino más difícil.
Escribo esto a padres deliberadamente, porque veo una invitación profunda. Ustedes son quienes mejor conocen a sus hijos, quienes comprenden la brecha entre donde están hoy y la visión que tienen para ellos para el futuro. Ustedes son las voces en las oficinas de médicos y nutricionistas, en salas de conferencias y foros online, quienes están dispuestos a desafiar el estigma de peso que tiñe el tratamiento actual y quienes defienden definiciones individualizadas e inclusivas de salud.
Confíen en su intuición. Rechacen conformarse con el mínimo. No permitan que nadie les convenza que la recuperación es igual para todos, o que la salud se puede medir por un número único pre-determinado en una báscula.
No soy madre, pero sé cómo se siente ver a alguien a quien quieres atrapado en estasis, incapaz de imaginar una vida de mayor placer o paz. Veo a los adolescentes a quienes oriento—personas jóvenes creativas, sensibles, compasivas, y motivadas, cuyos desafíos han forjado increíble madurez y profundidad—y veo extraordinario potencial. Veo sus obstáculos y ansiedades, sí—desafíos que recuerdo vívidamente. Pero también veo lo que ellos aún no logran percibir: la libertad radical que los espera a la vuelta de la esquina, un par de puntos de IMC más allá. Pienso, “¿Qué sucedería si permites que tu peso suba un poco más? ¿Qué nuevos umbrales de liberación, júbilo, y confianza cruzarías?”
Considéralo de la siguiente manera. El costo de subir de peso es pasajero—un par de semanas o meses de esfuerzo y ansiedad, mientras empujas más allá de los miedos de la anorexia. El costo de nunca alcanzar la recuperación completa es prolongado, trágico y profundo. ¿Un par de semanas de incomodidad o una vida entera atrapado en el limbo? Subir de peso no es fácil (créeme, he estado ahí), pero sé cuál es la opción que siempre elegiré.
La recuperación completa es posible—el regreso de tu ser querido, con toda su energía previa a la enfermedad, su humor, sus pasatiempos, pasiones y rasgos de personalidad (y muchos más indicadores de crecimiento e individualidad que este viaje de sanación permiten). Si esto aún no ha sucedido, considera que la cosa que debe modificarse no es tu esperanza de una recuperación completa, sino que el número estático y limitado que se le ha dado a tu ser querido, que posiblemente no es exactamente lo que su cuerpo necesita para prosperar.
Emily Boring es una escritora y científica de Corvallis, Oregon. Graduada de la Universidad de Yale (2018), obtuvo su Master en Ciencia (2020) en ecología marina y genética, de Oregon State. Desde que se recuperó de anorexia nerviosa durante la universidad, se ha transformado en expositora, escritora y mentora uno-a-uno. Sus publicaciones han aparecido en el blog de F.E.A.S.T., Recovery Warriors, y The Mighty. Actualmente está cursando su Master de Divinidad en Yale, enfocándose en especial en religión y literatura. Anhela escribir y enseñar desde la intersección entre la ciencia y la espiritualidad, utilizado este lenguaje compartido para ayudar a otros a través de procesos de sanación.